viernes, 8 de octubre de 2010
TRES
Transformación de Julián Mantle
Yo no salía de mi asombro.
¿Cómo podía alguien que sólo unos años atrás parecía un viejo verse ahora tan enérgico y tan vivo?, me pregunté con callada incredulidad.
Me dijo que el mundo hipercompetitivo de la abogacía se había cobrado su precio, no sólo física y emocionalmente, sino también en lo espiritual. El ritmo trepidante y las incesantes exigencias del trabajo le habían agotado por completo. Admitió que igual que su cuerpo se venía abajo, su mente había perdido brillo.
Julián se entusiasmó visiblemente al explicar cómo había vendido todas sus posesiones materiales antes de partir rumbo a la India, un país cuya cultura ancestral y tradición mística le habían fascinado siempre. Viajó de aldea en aldea, a veces a pie, otras en tren, aprendiendo nuevas costumbres, contemplando paisajes eternos y amando cada vez más aquel pueblo que irra¬diaba calidez, bondad y una perspectiva refrescante sobre el verdadero significado de la vida.
Cuanto más viajaba, más cosas sabía de yoguis longevos que habían conseguido dominar el arte del control mental y el despertar espiritual. Y cuantas más cosas veía, más ansiaba comprender la dinámica que se escondía tras aquellos milagros humanos, confiando en aplicar su filosofía a su propia vida.Durante las primeras etapas del viaje, Julián buscó a conocidos y respetados profesores. Me dijo que todos sin excepción le recibieron con los brazos y los corazones abiertos, compartiendo con él todos los conocimientos que habían absorbido en sus largas vidas de callada contemplación sobre los más sublimes temas relacionados con la existencia. Fue estando en Cachemira, un místico estado que parece dormir al pie de la cordillera del Himalaya, cuando tuvo la suerte de conocer al yogui Krishnan. Aquel hombre frágil de cabeza rapada también había sido abogado en su «anterior reencarna¬ción», como solía decir con una sonrisa poblada de dientes.
–Estaba cansado de que mi vida fuera como unas manio¬bras militares –le dijo a Julián–.
–Yo también he recorrido ese camino, amigo mío. Yo también he sentido ese mismo dolor. Pero he aprendido que todo sucede por alguna razón –le dijo el yogui Krishnan–.
–Necesito tu ayuda, Krishnan. Necesito aprender a construir una vida de plenitud.
–Será un honor ayudarte en lo que pueda –se ofreció el yogui–, pero ¿puedo hacerte una sugerencia?
–Por supuesto.
–Desde que estoy al cuidado de este templo, he oído hablar mucho de un grupo de sabios que vive en las cumbres del Himalaya. Dice la leyenda que han descubierto una especie de sistema para mejorar profundamente la vida de cualquier persona, y no me refiero sólo en el plano físico. Se supone que es un conjunto holístico e integrado de principios y técnicas im¬perecederos para liberar el potencial de la mente, el cuerpo y el alma.
Julián estaba fascinado. Aquello parecía perfecto.
–¿Y dónde viven esos monjes?
–Nadie lo sabe, y yo ya soy demasiado viejo para iniciar su búsqueda.
–¿Estás seguro de que no sabes dónde viven?
–Lo único que puedo decirte es que la gente de esta aldea los conoce como los Grandes Sabios de Sivana. En su mitología, Sivana significa «oasis de esclarecimiento».
A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos del sol empezaron a bailar en el horizonte, Julián se puso en camino hacia la tierra perdida de Sivana. Dos días más siguió la ruta que esperaba podía llevarlo a Sivana, y en ese tiempo pensó en su vida pasada. Aunque se sentía liberado del estrés y la tensión que caracterizaran su antiguo mundo, se preguntaba en cambio si podría pasar el resto de su vida sin el reto intelectual que su profesión le había deparado desde que saliera de la facultad en Harvard.
Por el rabillo del ojo vio una figura, vestida extrañamente con una larga y ondulante túnica roja coronada por una capucha azul oscuro, caminando un poco más adelante. Debe de ser uno de los Grandes Sabios de Sivana, pensó Julián, casi sin poder contener su alegría.
–Me llamo Julián Mantle. He venido a aprender de los Sabios de Sivana. ¿Sabes dónde podría encontrarlos? –preguntó.
El hombre miró pensativo al cansado visitante de un país lejano. Su serenidad y su paz le daban un aspecto angelical.
Luego habló en voz muy baja, casi susurrando:
–¿Para qué buscas a esos sabios, amigo?
Presintiendo que, efectivamente, había dado con uno de los místicos monjes que a tantos habían eludido antes, Julián le abrió su corazón y le contó su odisea.
–Si de verdad tienes un deseo sincero de aprender esa sabiduría, entonces es mi deber ayudarte. Soy, en efecto, uno de esos sabios en busca de los cuales has recorrido tan largo camino.
Mientras los dos seguían ascendiendo hacia el pueblo perdido de Sivana, el sol indio empezó a ponerse, un gran círculo rojo que poco a poco se dejaba vencer por un sueño mágico tras el largo y agotador día.
–Fue sin duda el momento más memorable de mi vida –me confió.
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