Uno
El despertar
Yo había conocido a Julián Mantle hacía diecisiete años, cuando uno de sus socios me contrató como interino durante el verano siendo yo estudiante de derecho. Por aquel entonces Julián lo tenía todo. Era un brillante, apuesto y temible abogado con delirios de grandeza. Julián era la joven estrella del bufete, el gran hechicero. Todavía recuerdo una noche que estuve trabajando en la oficina y al pasar frente a su regio despacho divisé la cita que tenía enmarcada sobre su escritorio de roble macizo. La frase pertenecía a Winston Churchill y evidenciaba qué clase de hombre era Julián:
«Estoy convencido de que en este día somos dueños de nuestro destino, que la tarea que se nos ha impuesto no es superior a nuestras fuerzas; que sus acometidas no están por encima de lo que soy capaz de soportar. Mientras tengamos fe en nuestra causa y una indeclinable voluntad de vencer, la victoria estará a nuestro alcance.»
Julián, fiel a su lema, era un hombre duro, dinámico y siempre dispuesto a trabajar dieciocho horas diarias para alcanzar el éxito que, estaba convencido, era su destino. Oí decir que su abuelo fue un destacado senador y su padre un reputado juez federal.
Sus éxitos, como era de esperar, fueron en aumento. Consiguió todo cuanto la mayoría de la gente puede desear: una reputación profesional de campanillas con ingresos millonarios, una mansión espectacular en el barrio preferido de los famosos, un avión privado, una casa de vacaciones en una isla tropical y su más preciada posesión: un reluciente Ferrari rojo aparcado en su camino particular.
A sus cincuenta y tres años, Julián tenía aspecto de septuagenario. Su rostro era un mar de arrugas, un tributo nada glorioso a su implacable enfoque existencial en general y al tremendo estrés de su vida privada. Las cenas a altas horas de la noche en restaurantes franceses, fumando gruesos habanos y bebiendo un cognac tras otro, le habían dejado más que obeso.
En la caída de Julián había algo más que una conexión oxidada con su modus vivendi
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